Cuando Jad nació, muchos creyeron que jamás podría tener una vida “normal”.
Tenía síndrome de Down.
Y la mayoría pensaba que eso era una sentencia.
“No podrá casarse.”
“No podrá trabajar.”
“Jamás podrá cuidar de un hijo.”
Eso decían.
Pero Jad no escuchó.
Con el tiempo, se enamoró.
Se casó.
Tuvo un hijo.
Y a ese hijo lo crió con tanto amor, que años después se convirtió en dentista.
Sí, dentista.
Su nombre es Sader, y cada vez que habla de su papá, sonríe y dice:
“Él fue mi primer maestro. Mi mejor amigo. El hombre que me enseñó a no rendirme jamás.”
Jad trabajaba doblando servilletas en una fábrica.
Ahorraba cada centavo.
Pagaba la escuela de su hijo.
Le enseñaba a caminar, a estudiar, a soñar.
Y aunque muchos lo veían con pena o con duda…
Sader lo veía como un héroe.
Hoy, los años han pasado.
Jad tiene canas, las manos lentas, y la voz bajita.
Y aunque su cuerpo ya no es tan fuerte, hay algo que jamás cambió:
su corazón.
Porque ahora, Sader tiene hijos.
Y ese hombre que dijeron que jamás sería papá…
hoy canta canciones de cuna como abuelo.
Los abraza con la misma ternura con la que crió a su hijo.
Y cuando los carga, se le nota el orgullo.
Aunque el mundo vea a un anciano con síndrome de Down…
sus nietos ven a su “tata”.
A su gigante.
A ese hombre que no sabía de diagnósticos,
pero sí sabía amar con el alma.
